miércoles, 10 de octubre de 2012

Relato de Carmen Espada: " El jardín de Caridad".



EL JARDIN DE CARIDAD



Hacia fuera, de espaldas a la puerta, con los ojos siempre fijos en lo
de afuera pero buscando hacia dentro los lugares invisibles donde se esconden su recuerdos, fantasmas que van y vienen adormecidos, formando parte de su figura echada hacia la vía, hacia el ir y venir del pasado inquieto que no termina de precisar un lugar en el tiempo. Hacia fuera, que huele a verde, sin ver, pero mirando fijamente, sin permitirse un solo pestañeo, por si reanuda su viaje el tren que un día de agosto dejó de silbar, bajo esa misma ventana, una canción de amor con dedicación exclusiva.

Como si la estuviese viendo, Camila, cuyo nombre parece la herencia de cincuenta años de cándida viudez, se ha parado en el umbral de la habitación, dormitorio de su niñez, presidido por cortinas de otomán teñidas de color salmón amenazante, del mismo color que tapizaba de extremo a extremo el testero inacabable de vigilias con sabor a grumosas noches de miedo infantil. La niña, que ya creció sin advertir el paso experto del tiempo, las mira con el mismo recelo de su infancia, sin osar descubrir la pared que esconden, impregnada de brujas, de duendes, de misterios. Las mira y se percata de que ella ya no está. Su figura asomada a la vía se transparenta, para dejar filtrar la luz del atardecer entre el naranja rancio del paño, casi tapiz, de un cielo que frecuentemente anuncia nostalgia. Buscarla como a tientas es inútil, la abuela definitivamente ya no está. Se difumina su contorno entre el enrejado del barandal que, día tras día de su existencia, protegió el cuerpo compungido que miraba hacia el horizonte, por encima de los tejados, hacia el campanario de la parroquia, esperando oír un tañido de perdón.

- Camila, te estamos esperando ¿Dónde te escondes, criatura?- La hermana se acerca invadiendo la libertad de unos recuerdos reservados y urgentes.-Vamos, niña, ya está Pedro esperando en el salón.
Camila y Sole se alejan del dormitorio y en el acto se prorroga el espacio violentado por la presencia de las dos hermanas, extendiéndose hacia la quietud que lo poseyó desde el día en que la casa de la abuela se cerró y quedó arropada por esa densidad inacabable de las soledades antiguas, por las soledades que dan la espalda a cualquier presencia. Soledades de nirvana, como las esferas de cristal que guardan imágenes de objetos mientras una nieve de papel las inmoviliza y las exilia del tiempo.

Camila suspira mientras descienden las escaleras cogidas de la mano-¡Ay, Sole! Al entrar en el dormitorio me pareció volver a verla, de espaldas, mirando por la ventana, como si todavía estuviera aquí, en la casa que tanto quiso, en la ventana de sus desvelos, soñando con el regreso del abuelo ¡Ay! Aunque no te lo creas, yo la vi, tan bonita como siempre.- Camila deja detener un instante sus emociones, alejándolas del círculo que comienza a descargarse amargo entre las dos. Procura alejarse de sus temores con el tacto de la otra, que simula no temblar.- Vamos, vamos rápido, acabemos cuanto antes.

No importa la premura, a los fantasmas pocas cosas le importan, pero ellas bajan deprisa, por si acaso.

El salón ventila entre tinieblas de duelo un sol tibio de abril, un sol semitransparente y diminuto, un sol escondido bajo la seda de un parasol que no se atreve a anunciar la primavera. La estancia se vierte de presencias que añoran a la abuela Camila, ya sin nombre, proyectando sus sueños en tareas pendientes, en hojas por escribir, en folios notariales que Don Pedro descubre cuidadosamente, desvelando un alma, como si eso fuese posible, como si se pudiesen encajar en un solo momento las cerraduras oxidadas de tantos años de espera, como si la espera de tantos años tuviese un final, como si a las roturas de la esperanza se le pudiesen coser remiendos como se cose una tela estampada de sombras.
- Como ya sabréis, Doña Camila Ramírez depositó en tantos años
de amistad, con este servidor aquí presente, su confianza, y es por eso que la ilustre Notaria de Aguilar Fuensanta ha custodiado con respeto y sobretodo con amor, con mucho amor, este legado que hoy nos disponemos a abrir en presencia de sus herederos.- Don Pedro eleva la voz a la medida del interés de sus destinatarios, medio perdidos en medio de un legajo de folios terrosos, ásperos, como la despedida sin adiós de una abuela de porcelana que cada día estrenaba piel de marfil.

Y pasan las palabras, una tras otra, lentamente, con la emoción de pompas de jabón que se desvanecen en el espejismo de una tarde de primavera que Camila nunca habría de olvidar en aquella casa de la calle Mesón, contigua a otra casa, la de vecinos, que indiscretos olfatean las entradas y salidas de los dolientes con el ansia de ver alguna lágrima que humanice tanta solemnidad. También ellos recuerdan a una Camila como hecha del cristal más delicado, sugerida, sin derredor, intentando tocarla en el ayer para descubrirla inabarcable, indescifrable y misteriosa. La curiosidad se expande mientras dentro de la casa los murmullos se enroscan en voz muy baja.

La figura del notario se diluye entre despedidas y buenos augurios, mientras Camila retiene en sus manos el opúsculo de otras manos, más viejas y azuladas, que jugaban con las suyas a alcanzarlas, en medio de la soledad de su niñez, disfrazadas de tortuga, de paloma o de caricias. La carpeta que le han entregado se deja tentar sin prisas, y al tacto parece dormida como la bella del cuento que se escondía entre la espesura de un jardín perdido en el centro de un la ventana de sus desvelos, soñando con el regreso del abuelo ¡Ay! Aunque no te lo creas, yo la vi, tan bonita como siempre.
- Camila deja detener un instante sus emociones, alejándolas del círculo que comienza a descargarse amargo entre las dos. Procura alejarse de sus temores con el tacto de la otra, que simula no temblar
.- Vamos, vamos rápido, acabemos cuanto antes.


No importa la premura, a los fantasmas pocas cosas le importan, pero ellas bajan deprisa, por si acaso.

El salón ventila entre tinieblas de duelo un sol tibio de abril, un sol semitransparente y diminuto, un sol escondido bajo la seda de un parasol que no se atreve a anunciar la primavera. La estancia se vierte de presencias que añoran a la abuela Camila, ya sin nombre, proyectando sus sueños en tareas pendientes, en hojas por escribir, en folios notariales que Don Pedro descubre cuidadosamente, desvelando un alma, como si eso fuese posible, como si se pudiesen encajar en un solo momento las cerraduras oxidadas de tantos años de espera, como si la espera de tantos años tuviese un final, como si a las roturas de la esperanza se le pudiesen coser remiendos como se cose una tela estampada de sombras.
- Como ya sabréis, Doña Camila Ramírez depositó en tantos años de amistad, con este servidor aquí presente, su confianza, y es por eso que la ilustre Notaria de Aguilar Fuensanta ha custodiado con respeto y sobretodo con amor, con mucho amor, este legado que hoy nos disponemos a abrir en presencia de sus herederos.- Don Pedro eleva la voz a la medida del interés de sus destinatarios, medio perdidos en medio de un legajo de folios terrosos, ásperos, como la despedida sin adiós de una abuela de porcelana que cada día estrenaba piel de marfil.

Y pasan las palabras, una tras otra, lentamente, con la emoción de pompas de jabón que se desvanecen en el espejismo de una tarde de primavera que Camila nunca habría de olvidar en aquella casa de la calle Mesón, contigua a otra casa, la de vecinos, que indiscretos olfatean las entradas y salidas de los dolientes con el ansia de ver alguna lágrima que humanice tanta solemnidad. También ellos recuerdan a una Camila como hecha del cristal más delicado, sugerida, sin derredor, intentando tocarla en el ayer para descubrirla inabarcable, indescifrable y misteriosa. La curiosidad se expande mientras dentro de la casa los murmullos se enroscan en voz muy baja.

La figura del notario se diluye entre despedidas y buenos augurios, mientras Camila retiene en sus manos el opúsculo de otras manos, más viejas y azuladas, que jugaban con las suyas a alcanzarlas, en medio de la soledad de su niñez, disfrazadas de tortuga, de paloma o de caricias. La carpeta que le han entregado se deja tentar sin prisas, y al tacto parece dormida como la bella del cuento que se escondía entre la espesura de un jardín perdido en el centro de un profundo bosque, en el centro de un ramaje que pide ser ordenado para dejar pasar a la heroína destinada a encontrarla. Junto a la carpeta se le ha entregado un extraño broche en el que se ajusta con perfección una piedra color verde oscuro, como sus ojos, bordeada de pequeños cristales negros chispeantes y traviesos. Camila la mira con ternura recordando la pieza prendida sobre la solapa de sus camisas.

-Abuela ¿Me dejas tocarlo? Parece un escarabajo a punto de escapar.- El verde plateado brilla reflejado en sus ojos, verdes también, ahora casi mágicos.

Sole y Camila abandonan la casa junto con el resto de la familia,comentando la necesidad de ponerla en venta y concluir con las pasadas vidas de los que la habitaron, abandonando dentro todos los alientos, todas las risas lanzadas en desorden, todos los besos y los secretos ocultados, como si fuese posible un trueque proporcionado, como si cupiese la simetría dentro de un proceso de compraventa donde los objetos del contrato son las almas de las personas que se llegan a amar profundamente. La familia se despide y las dos hermanas se alejan de la pereza del sonido del portón al cerrarse. En silencio, cada cual, guarda adentro las propiedades que la abuela les cedió, como se dona un recuerdo compartido que se vuelve de nadie, extraño y frío, envuelto en papel de regalo con dibujos de viento, que se mueven rítmicamente al paso de los pensamientos que se precipitan sobre ellas, y sobre la calle Mesón, que se ha escapado de la permanencia de los recuerdos de las dos niñas, ya no tan niñas, pisando unas lozas estriadas que ocultan las piedras que pisaron los pies descalzos de la añoranza, de una rara enfermedad congénita que precipita su desarrollo en la madurez. La calle se separa sin remedio de su ayer, ahora con una casa de vecinos rota, con unas vecinas más abandonadas que antes, sin sus hijos, que se fueron sin saber que llevaban latente esa rara enfermedad y que años más tarde intentarán sanar a base de orfidal y de valium, por si acaso el deseo vehemente de volver a ser niños, de volver a adueñarse de la candidez de las tardes de verano y retomar la inocencia en el punto donde se abandono, pudiese sanar bajo el efecto de estas medicinas. Sólo por si acaso.

La calle se deja sentir sin memoria, sin la tienda de Agustín, donde todo cabía, donde todo aparecía y desparecía como por arte de magia, donde las pesetas daban para todas las golosinas deseables, donde las cuentas de sus clientas subían y bajaban al ritmo del trabajo, dentro de un cuaderno sujeto con fuelles de azar, que olvidaban repasar algunas notas, agotándose hasta las pastas, para sustituirse por otros, que ya nuevos, dejaban ver las manchas de aceite sobre los mismos nombres plasmados en el día a día sin más mañana que el presente. La calle se vuelve avariciosa y no devuelve ni un solo retrato de “la tienda de las niñas”, de la casa de “Ranchal” el pescadero, de “la Toti” que jugaba en el rellano de la escalera de todas las casas, pidiendo a sus amigas soñar con los juguetes que traerían los reyes magos, para disfrutarlos doblemente, en el sueño primero y en la realidad después. La calle Mesón de la nieta se borra, sin las siestas de agosto jugando entre recortables de muñecas donde mirarse a un espejo de mujer, sin la azotea que se colaba en el cine de verano de la calle Quintana, disfrutando de las películas en el silencio de noches donde todo cabía, hasta las estrellas. La calle se borra mientras pasean por otra que le ha tomado prestado el nombre, más larga, más desatenta e intranquila, más olvidadiza de los apellidos que la habitan, sin oír las charlas nocturnas que se sentaban en corro en las otras calles que le nacían como afluentes, la calle Huertas o la calle Corralás. Una niebla de hielo impasible, parece que acompaña a las dos hermanas mientras se alejan de la casa de su infancia bajo el cielo de una Lucena que, para evitar el olor a polvo de serrín, cerró los postigos de sus ventanas al horizonte limpio de los olivares que, al atardecer, traían un sol liviano, dejándose tocar a través de las persianas desgastadas de madera, con olor a rape, a flores vivas y cercanas, a vistas sin escudos, amplias, vueltas al paisaje que se asomaba entre los tejados, como la abuela Camila, siempre mirando hacia el olor del campo. La calle Mesón, que se desgasta, no dice adiós, y se pierde en una esquina de escaparates. Las hermanas se separan con un beso y un hasta mañana.

A solas, Camila, que besa su nombre por ser el de la abuela, se esconde del desierto de su separación en la habitación de un piso que no sabe leer la luz de las calles, alejado por otros pisos que lo incomunican de la calma y del olor a quietud que se enreda entre las plantas de los patios iluminados por las estrellas del ángelus. Ha dejado entre abierta la ventana del salón, por si acaso la nube compacta y decidida que se ha adueñado de sus vistas desde que la abuela muriera, sin permitir si quiera traspasar una certeza, se deslía, mudando la melancolía en algún tipo de consuelo. La carpeta sobre la mesa parece abierta. De su interior algunos papeles escritos reconocen la letra desgastada de los dedos que tantas veces desenredaron su cabello de trenzas.

-Abuela, no apures tanto con el peine, que duelen los tirones.-

Los recuerdos no se interrumpen, no dejan de sonreír, como si tuviesen algo inaplazable que contar. Camila los desata de su lazada de secreto y despacio comienza a leer huellas que se omitieron años atrás, cuando todavía el conocimiento, que todo lo convierte en lección, se escondía como neblina de memoria entre las cortinas engañosas de sus noches de miedo, de las noches que dejaban oír por las escaleras los pasos sigilosos del tío camuñas, los cascabeles del martinillo, o la mirada perdida de la loca que se llevaba a los niños escondidos en su regazo.

“Mi querida niña, mi nieta del alma, no sabes cuanto me acuerdo
de ti, cuanto te echo de menos. Cada domingo te veo salir por la puerta de este hogar que me reserva un cuarto plastificado y una ventana traidora, que no me deja ver las afueras de este destierro que Dios se empeñó en transmitirme, como parte del abandono que he sufrido siempre, desde que tengo memoria. Me duele, que cada vez con más frecuencia abandones mi compañía, sin notarlo si quiera, para vivir tu vida, que yo me creía mía. Mi Camilita creció sin avisar que le estorbaban las trenzas que yo hacía y deshacía con la veteranía de haber pasado por mis manos una hija y cuatro nietas más. Guardo esta nueva soledad, la de verme sin ti, sólo para mí, como he guardado otras que tú imaginas pero que ni siquiera conoces. Sé que te vas, una y otra vez, aumentando el espacio de tus viajes, para estudiar leyes que yo desconozco y que a ti te asombran y te fortalecen. Pero me gustaría decirte que hay otras leyes, aparte de las que se escriben en los enormes libros que llevas de acá para allá, como llevas esa medalla que yo te regalé y de la que nunca te separas. Son leyes tan viejas como la vida misma, son leyes que crean cárceles para el alma, que no prevén la posibilidad de salidas ni de remisión por buena conducta, y de las cuales resulta muy difícil escapar. Son cárceles hechas para vigilar y castigar. Lavar la culpa sólo se hace posible con el agua de las lágrimas que uno se pasa toda la vida derramando. Mi querida nieta, es tanta mi soledad sin ti, en tus estudios, sin tus hermanas, ya casadas, que me he decidido a escribir para contarme lo que nunca me dije, para intentar, por última vez, reducir los años de condena que me impusieron las leyes extrañas del orgullo, del miedo, del rencor y de la soberbia de una sociedad que a fin de cuentas tan sólo te deja por compañía el olvido. No te imaginas las veces que me he dicho a mi misma que ojala existiese una vacuna contra la torpeza y la ceguera de los sentimientos, contra la cobardía de los necios que se niegan a si mismos para abreviar el dolor de los momentos que trunca el destino y se vuelven contra uno, como las balas que durante la guerra marcaron mi juventud y mi corazón sin remedio. Una vacuna que me hubiese prevenido de tanto despropósito y me hubiese evitado la fiebre incurable del engaño permanente. Yo te contaba mi viaje a Cuba como quien relata a su nieta un cuento elaborado de ensueños, hecho de pequeños trozos de otras historias, que me empeñaba en hacer mías por conceder más clemencia, más compasión a sus personajes, más generosidad a sus vidas y te negué la historia que me tocó vivir a mi, con toda su acritud y sus indulgencias, que también las tuvo, porque todos los caminos amparan ternuras y calvarios. Para mí, tu abuelo, no tuvo competidor, ni vivo, ni después de su entierro. Me enamoré de él desde el día en que lo vi bajar de un tren desordenado que raramente traía a la estación de Moriles-Horcajo viajeros de Madrid. Yo me encontraba allí por una de esas casualidades caprichosas que producen descocidos en las vidas, puesto que de aquel tren debía apearse otro hombre, el que estaba destinado a ser mi marido. Pero éste nunca llegó y en cambio de aquel tren surgió entre bruma otra figura que me arrebató la vida y te hizo posible a ti. Quién puede negar la sabiduría de las manos que dibujan el devenir. Yo, hoy por hoy, no me atrevo a juzgar los acontecimientos y si tuviese la oportunidad de elegir optaría mil veces por mi hija y por mis nietas. Sin dudarlo Camila, sin dudarlo un instante.

Nos casamos en Octubre y viajamos a Cuba. En aquel viaje el destino marcó con suavidad sus etiquetas, las que llevé prendidas en mi vida con la aceptación de saberlas permanentes, insalvables. Recuerdo el Hotel Nacional, en su esplendor, rodeado de una enigmática presencia, respirando el aroma de una noche calida de paz y de estrellas, de un cielo libre que mis ojos inexpertos no abarcaban en toda su maravilla, imaginando la mirada de otros ojos, la de los piratas que en los cuentos de mi niñez lo contemplaban con todo derroche, conocedores de su magia, la que nace inseparablemente de un mar de irrealidad que se pierde en los tiempos. Ahora tengo la certeza de que ese hotel siempre estuvo esperándome, como se espera el destino, como se espera la vida o la muerte. Mientras caminaba por sus amplios pasillos me soñaba como una reina moviéndose por los espacios para recibir su corona de rosas. Lo que ignoré entonces fueron las espinas. Viví en aquel lugar las mejores horas de mi vida, sintiendo los esmeros de unas manos invisibles que me hablaban de caricias húmedas de brisa, siempre a punto de gastarse.

Desde el principio, nuestro viaje de novios, abrigó razones más urgentes que mantener enamorada a una muchacha recién estrenada de ilusión, a una criatura confiada a los besos de su marido impenetrable. El viaje se urdió por otro tipo de besos, los que se lanzaban al viento de la libertad, tan enferma en la España que yo olvidé con ligereza a mis 19 años de edad, nada más descubrir los luminosos colores de un nuevo país. Nuestra primera escapada de la Habana nos condujo hacia Viñales, una región tropical de color rojo, inflamada por los ecos de los cimarrones, que dejaban oír la rebeldía entre la oscuridad de las cuevas de agua y el orgullo de una patria dueña de si misma, sin olvidar que dentro, en los más hondo, palpitaba la vida, como por ley natural deben permanecer los corazones, siempre propietarios de sus sueños. Y yo, como iba a imaginar que Vicente escondía otros desvaríos diferentes a los nuestros, como iba a imaginar que tenía un alma que no era sólo mía cuando le deslicé entre los dedos una alianza de entrega absoluta, resignada a perder todo lo que era mío en pos de una sola palabra, nuestro. Aún retumba en mis oídos el lenguaje de una entrega sencilla y permanente.

Enseguida captó mi atención la efusividad del saludo que tu abuelo derrochó con el contacto, o al menos ese atributo le añadí yo al hombre de tez azabache que salió a nuestro encuentro después de tantos días de viaje. Se abrazaron como se abrazan dos viejos amigos, dos seres anudados a eslabones que se han enlazado a través de razones poderosas, profundas, ancestrales y que se heredan como el color de los ojos o de la piel para señalarnos las singularidades que nos han de acompañar a largo de la existencia. En ese mismo instante se abrió dentro de mí una consciencia oscura, como se abre una ventana hacia la noche, y tuve miedo del desconocido que me había cogido la mano para cruzar el mar de los piratas.

Llegamos al anochecer a una casa colonial cuya blancura remataba los eternos colores que durante el trayecto me explicaron la esencia de una Cuba sin límites, dilatada por añadidura hacia el azul indeciso de su mar o hacia el azul caprichoso de su cielo, que igual se plegaba en gris tormenta, en celeste absoluto, en amarillo de fruta. La casa nos llamó por nuestro nombre nada más llegar y nos abrió sus puertas como se reciben a viejos compañeros acomodándonos entre sus secretos permanentes sin vacilar un instante. En los meses que paseé por sus sombras siempre fui una pieza más de ella y nunca me sentí como una extraña. Esa noche los propietarios me asignaron una muchacha bronceada de mirada segura, vestida de hilo blanco, de un blanco purísimo, para que me ayudase a acomodarme. Esta nativa se llamaba Caridad.

Caridad vivía en una casita como de papel, pequeña, sin sonrisa, sin vistas, tan enmarcada en la pobreza que parecía a punto de gastarse si uno la miraba con insistencia, aunque para mi sorpresa escondía en su interior un jardín, como de novela, inventado por sus manos inquietas que todo lo sembraban para darle vida a la vida, para historiar los días que ella alargaba indiferente a los amaneceres que avisaban otros días, ocupando el tiempo a su antojo, jugando con él como jugaba con esas ansias de vivir que le latían adentro. A Caridad le sobraba vitalidad y le estorbaban las lindes que el tiempo impone. Y de nuevo, nada más verla, volví a sentir ese estremecimiento que tenían arrestados mis sentidos desde nuestro desembarque, volví a sentir un despliegue de incertidumbres arrastrándome hacia lo irremediable.
Supe que, entre mi equipaje repleto de miedos y sus ojos de color azucarado, se abrirían experiencias que ya nunca podría olvidar. No me equivoqué y esa misma noche Caridad y yo despertamos una amistad que, doy gracias a Dios, me consolaría durante toda la vida. Es sencillamente inexplicable disfrutar la complicidad que puede llegar a nacer entre dos mujeres tan distintas, llegar a hospedar sin reservas los vínculos de amistad entre dos realidades que se escuchan en la distancia. Y es que, mi querida nieta, no sé como podría explicarte, que entre nosotras las mujeres, el afecto adopta formas de entrega incondicionales, que entre nosotras, independientemente de las razones que aparenten diferencias insalvables, puede llegar a nacer el afecto incondicional, la ternura silenciosa que no esconde miramientos aunque carezcamos de vínculos de nacimiento.

El apego no es raro pero el amor verdadero se acerca despacio. El gusto por la compañía de otras personas es propenso a esconderse entre el discurso de la timidez y la lógica del temor a ser rechazado. Ante la verdadera amistad el prejuicio se desconecta de las bases que lo forjó y tiene cabida una armonía de lealtades que no necesita nada más para permanecer, para perdurar día tras día, año tras año en un para siempre. Caridad y yo descubrimos, nada más quedarnos a solas, que un asomo parecido a la ternura se nos había plantado en el corazón de la una hacia la otra. En mi caso fue la dulzura de una mirada lucida e intuitiva, una figura resuelta a no detenerse ante ningún encierro, una luminosidad de mestizaje que sonreía sin cautela hacia lo largo y ancho del tiempo. Más tarde ella misma me confesaría en sus cartas lo que le atrajo de mí hasta la envidia; mi piel pálida, casi de amanecer, envuelta en las gasas de un vestido rosa lánguido, como desgastado. Fue entonces cuando decidió apodar a uno de sus rosales con el nombre de Camila, manía medio mística, medio supersticiosa que arrastra hasta el día de hoy.

Mientras tu abuelo se alejaba a cada oportunidad de mi compañía, para frecuentar la de otras personas, ajenas y hasta extravagantes para una muchacha provinciana y asustadiza que comenzaba a sentir la presencia de fantasmas por todos los rincones, decidí auxiliarme en la lectura de los libros de poesía que tanto consuelo y amparo han concedido a los pasillos de mi soledad, entregarme a largas caminatas por los caminos de una campiña que podía admirarse de diferentes colores; verde limón al amanecer, verde guayaba en horas de siesta, verde mar al anochecer, y resguardarme en la casa de juguete de Caridad, donde siempre quedaban cosas por hacer, inventadas y rebuscadas con la excusa de un jardín al que le crecían pies sin cadenas y que hermoseaba entre las luces y las sombras del pasado y el futuro. Allí aprendí, de una mujer de fortaleza incomparable, que el destino tiene incontables caminos y que entre ellos se esconde uno que puede ser de risas eternas, de confianza milagrosa.

Nuestras conversaciones a veces duraban hasta altas horas de la noche, estudiando nuestros corazones sin explicaciones, esperando confiarnos nuestras razones, lo más antiguo y lo más nuevo. Y yo, que comencé a atesorar esos momentos para separarlos con distinciones de otros pasados, descubrí el placer del presente, destapé la existencia de una nueva pieza dentro del juego de mi vida en la que jamás había reparado. De Caridad aprendí todo lo que te enseñé a ti sobre plantas.
Esa mujer solía llenar sus silencios con el aroma de las flores de un jardín cosmopolita que hablaba todos los lenguajes de los nombres que escondía. El jardín tenía casi de todo y sobretodo una profundidad espontánea, como de mujer, una humildad elegante y buena. Algo se disfrazaba entre esa vegetación casi irreal que ella mostraba con orgullo a todo el mundo, y que vigilaba, con esos ojos que saben ver rebatiendo lo evidente y penetrando en los latidos de lo que sólo se asoma. Aunque también pudiera ser que la risa y los colores brillantes que teñían la acuarela de sus manos lo alimentaran de manera especial.

.-Mira Camila.- solía decirme- a las plantas no las mantiene el sol, la buena tierra y el agua que las riega, a las plantas las alimentan el mundo de sensaciones que las rodea y las acaricia. Respira ¿No sientes que todo es posible en este lugar? Ven, tócalas ¿No sientes un líquido fluir entre tus dedos? Ahora toca este tronco ¿No sientes como ondas de mar suben y bajan por él? Pues ese milagro sólo es posible a través de las atenciones que cada día les prometo, a través de la claridad que mis palabras les entregan y sobretodo, esta maravilla se nutre, se soporta, por los nombres. Si algo necesitan las flores y los árboles para vivir es un nombre, el nombre de las personas en las cuales se piensa cuando se las bautiza, y a cuya alma se unen de manera irremediable, alimentándose de ella, como en una transfusión que reúne sangre y savia dentro de una sola arteria. Las plantas avanzan unidas a esas almas y si el alma se contrae, ella languidece y enferma de sed, y si el alma se expande su reflejo las fecunda convirtiendo sus hojas en alas que brotan hacia las estrellas. Por eso existen flores brillantes y sanas, como besos de luz, cuando su esqueleto lo conforma un alma de paz y equilibrio. Por eso también existen arbustos desnudos, faltos de jugo, que desoyen las primaveras rodeados de malezas que crecen una y otra vez aunque las arranques, por que la sombra del alma que los nombra está cansada, en continuo invierno, encerrada en las dobleces que ni ella misma entiende. Como puedes ver las plantas de mi jardín irradian pura vida, a ella acuden de paso las mariposas. Todas tienen un nombre y viven a través de él en este paisaje de colores, y detrás de ellas viven otros seres, como reflejos.

De esta forma descubrí el rosal que se llamaba Camila. Para mi asombro se trataba de un rosal claro, casi incoloro, suave y endeble, de blancura nacarada, que se encontró con mis ojos. Por un instante lo sentí contemplándome como en un cristal de luna.

En la correspondencia que hemos mantenido desde entonces Caridad y yo, ella me iba contando los pormenores de su jardín, las nuevas plantas sembradas y sus nuevos nombres. Es extraño, pero allí, en esa Cuba que tanto añoro, existen plantas bautizadas con el nombre de tu madre y de tus hermanas. Allí, donde se mecen las aguas del mar Caribe y sus fábulas, hay un árbol que lleva tu nombre, que es el mío. Allí, existe un jardín sonriente y femenino cuidado con esmero, porque el jardín de Caridad es un jardín hecho de mujeres, donde se renueva la vida imaginando colores, madurando abrazos fugaces de cariño sin condiciones. Como un escultor prodigioso Caridad esculpió en mi vida otra vida paralela, de la que disfruto atajando al mar por el camino de sus cartas.
Pero Caridad también escondía el resplandor de un secreto. Como
buena jardinera, entre sus hadas buenas, disimulaba una espina que no estaba en las ramas de ningún rosal. Sólo una cosa deseaba mi buena amiga para completar su jardín, un sabor que degustó en su infancia, cristalizado en nostalgia de caramelo, de azúcar árida y viva, nacida de tierras sin humedad, crujiente al primer mordisco. Un sabor embutido entre las fibras sutiles y amarillentas de unas uvas que su padre le dio a probar el verano de su décimo cumpleaños, envueltas en la historia de un viaje a tierras españolas de donde parecía terminar su mundo y comenzar la epopeya de lo desconocido. De esta nostalgia de fruta extranjera se ensartaron las costuras que ajustan las telas de nuestra amistad. Al saberme española la mulata de mirada indomable, me confesó su obstinado anhelo de volver a sentir los sabores tibios y paulatinos que se iban redondeando dentro de su boca, de volver a jugar con la elasticidad de una perla dorada, como de goma, que posaba en su lengua gotas de almíbar semejantes a la hidromiel. Tanta fue la embriaguez de aquella especie de alucinación embalada en sabores que, hechizada y medio enamorada de su regalo, guardó en un frasco las semillas que quedaron suspendidas en el asombro de su saliva, para esparcir entre las venas de su jardín esa planta melada de sortilegio. Para su frustración, por más cuidadosos riegos que le procuró, por más noches que pasó sentada observado el nacimiento de su prodigio, nunca llegó a verla crecer deslizándose entre su huerto de utopía y el regusto de un instante quedó reducido a la esencia del engaño en algún un lugar de la niñez.

Recuerdo que, entre lilas, violetas, rosas, claveles, malvas, hibiscos, cactus, tilos, mariposas blancas, palmas reales, mimosas, orquídeas, cañas de azúcar, flamboyanes, mangos, plataneras, guayabas, tallos y hojas que concursaban en fragancias, matices y gamas de colores, se apreciaba el hueco de una ausencia donde tendrían que haber crecido los pámpanos de las uvas que el recuerdo poetizó. Antes de morir quisiera volver a probarlas, me confesaba, mientras sus ojos cerrados evocaban la belleza de lo imposible. Años más tarde relegué el anhelo de mi amiga a un espacio perdido en la memoria donde anteponía mi propio anhelo. No sé porqué últimamente me viene a la cabeza una y otras vez el sonido de su voz murmurando su humilde deseo.

Salimos de Viñales una madrugada para regresar al Hotel Nacional, desde el cual ultimamos los detalles para embarcar y regresar a España. Me despedí sin prisas de Caridad la noche anterior, sintiendo en mi ánimo presagios de soledad. Como una emigrante que regresa a su país después de años de ausencia, paseé mis pensamientos por todos los momentos que había vivido en aquel lugar, pero hubo uno que me estremecía al revivirlo, y aún ahora me produce la misma sacudida en el corazón. Caridad erguida y quieta, rompiendo el espacio de la noche en el umbral de su puerta, con las manos extendidas hacía el espacio que se iba ensanchando entre las dos, y sus grandes ojos negros abiertos como estrellas en medio de la noche, rasgando la oscuridad de una despedida para siempre, medio tristes, medio conformes, como si supieran cosas sólo para si mismos. Entonces, por un pecado de ignorancia, sentí envidia de ellos y de todo lo que alcanzaban. Ahora, puedo asegurar de buena tinta que estaban hablando exclusivamente para mí. Las otras despedidas, la del Tito Crespo que tan amablemente nos deleitó con su comida, la del contacto Julián, que nunca se separaba de tu abuelo, la de Mariela y José, los dueños de la casa colonial, todas, absolutamente todas pasaron por mis mejillas como soplo de escarcha, como roces de espuma.

Una semana después de nuestro regreso tu abuelo desapareció de mi vida, dejando el rastro de una nueva vida preñada en mi vientre, la de tu madre. Pasé toda la noche asomada a ese balcón desgastado de espera desde el que tú me sueles llamar, antesala de todos los momentos de mi vida, donde mi tiempo se ha tomado todo el tiempo del mundo. Pero jamás volvió ¿A dónde fue? Nunca lo supe, pero ante la humillación de su renuncia, ante el miedo de saberme repudiada y rota, opté por desgobernar la verdad y me acogí a la mentira piadosa de no consentir una orfandad de rechazo para la hija que estaba por nacer. Opté por considerarlo muerto y, de esta forma tan extraña, inventé que a tu abuelo lo mataron de un disparo en el corazón y lo arrojaron a un cubo de basura. Encerré bajo una lápida de piedra materia de viento y le regalé flores cada principio de noviembre a una quimera de consuelo, a un fraude que drogaba mi orgullo y consentía a mi hija las amables palabras de un mundo más fraudulento que mi propio duelo. Te extrañará saber que bajo este luto de negro desabrigado sólo hubo huída, cobardía y aislamiento. Ignoro que fue de mi marido. A fuerza de odiarlo nunca conseguí olvidarlo del todo, por eso temía cada día verle regresar de su tumba inventada y desmembrar la vida que os había procurado. Pero también tuve mis consuelos, tu vida y las vidas de tus hermanas, las cartas de Caridad, mi amiga del alma, que me enseñaron a creer en el presente y me acogieron en la lejanía sin reproches, sin desigualdad, aún conociendo mis equivocaciones, siempre próximas las dos, conectadas por el afecto y el cariño.

La verdad es que me hubiese gustado volver a verla, volver a sentir de nuevo sus palabras a través de esa mirada que nunca olvidaré.

Mi querida nieta, si te he descubierto esta historia que escondía bajo la almohada de mi desvelo no es para confesarme y pedir perdón antes de iniciar mi segundo y último viaje, no, no es por ese motivo, sino por otro menos amargo y fragmentado. Mi deseo es que puedas leer estas líneas para que intuyas otras, que no te puedo expresar por que es tu tarea descubrirlas poco a poco. No obstante prefiero pensar que te procuré las pistas, las huellas que, puedan descubrirte la necesidad de mantener cerca a las mujeres, amigas, hermanas, madres, hijas y nietas, de no pasar de largo ante las otras, las vecinas, las compañeras, las que se cruzan contigo por las aceras para que aprendas a mirarlas como Caridad me miró a mí, desde el fondo, para ensanchar tu camino y perder el miedo a descaminar las calles que parecen concluidas. Te lo digo por si acaso un día decides hacer realidad lo que soñaste, sin malograr los afectos que cada día te procurarás. Junto a esta carta se encuentran las cartas que Caridad me envió desde Cuba, las cartas que tan generosamente han derramado alivio a mis días de extravío, las cartas que te recordarán lo que eres por encima de todo: mujer.

Tu abuela, que te quiere”.

Amanece pero Camila no puede verlo. Las farolas de su calle
continúan encendidas para tomarle ventaja por un instante al sol que se recupera.
Algunos pasos intentan orientarse hacia un nuevo día de trabajo y suenan descuidados, sin derroches de prisa. Camila gotea lágrimas que se pierden entre papeles ventilados de enigmas, y percibe el olor de las magdalenas recién horneadas de sus desayunos en la casa de la calle Mesón, de la leche de cabra hirviendo en una cacerola desconchada, del amanecer perezoso que no quiere ir al colegio. Mira a su alrededor tan inodoro, tan plastificado y artificial, rasgando los olores de su infancia. Un apuro se le ha anudado al estómago, una furia de tareas pendientes la asiste mientras se ducha, se viste y repasa con cuidado todas las cartas que le quedan por leer, como tesoros buscados entre las islas que siempre quiso descubrir.

Camila tiene prisa, pero es una prisa diferente a la de otros días. Su ropa se acomoda sobre un cuerpo que corre por las aceras de la ciudad buscando una agencia de viajes, con un bolso pequeño en una mano y la carpeta de recuerdos en la otra. Y como por arte de magia se acalla el sosiego y repara con extrañeza que se encuentra esperando entre la multitud de la Terminal del aeropuerto de Madrid. La emergencia no se aplaca en el interior del avión que rompe la luz del sol y atraviesa el mismo cielo que años atrás descubrieron los ojos inexpertos de su abuela. Detrás va quedando el atardecer de luminosidad inconstante, volviéndose hermético, incapaz de explicar ese cielo de estrellas descrito en la carta. Dentro de su profundidad la nieta aterriza en una Habana de enigmas que la recibe ahora llena de luceros, de ligereza, de impaciencia. El Hotel Nacional nace en medio del orgullo que desprende el malecón, y por un instante la mesura de las conversaciones que con cuidado se acercan la llenan de una sensación parecida a la eternidad.

Al amanecer, apenas sin descanso, Camila solicita un guía al recepcionista del hotel, pero su precipitación le recuerda que no queda tiempo para esperarlo. Con la incertidumbre por compañera camina por calles que se despiertan a la vida y a unos cubanos que derrochan tiempo. En la gasolinera un hombre moreno, alto y de semblante amable se ofrece para llevarla a Viñales, compartiendo coche con algunos vecinos. El automóvil parece estar a punto de desmoronarse. El cristal de la ventanilla ha sido sustituido por un trozo de cartón que se manipula desde un hueco abierto en la puerta. Aún así el paisaje que va contemplando la tiene cautivada, como si un encantamiento también hubiese decidido realizar el trayecto, y seducida por los colores, los aromas, y el desahogo de los espacios que con atrevimiento muestran una riqueza de recursos inagotables se olvida de que tiempo existe, y piensa que algo así debe ocurrirle a los cubanos.

El Guía habla de si mismo, de su nombre, Julián, de su familia, de su antigua profesión como jefe de psiquiatría del Hospital de la Habana, de la miseria de su sueldo, de su trabajo como taxista, de su deseo de establecerse en España, de un sueño de libertad que se suma con los otros sueños que laten en la esencia del lugar, agregándose como por añadidura sin más posibilidades de hacerse realidad.

.- Esto es Viñales.- Le dice Julián ignorando a los otros viajeros- ¿Quieres que te lleve a visitar las cuevas de los cimarrones?
.- No, gracias. Busco a una persona, aunque no sé si todavía vivirá.- Un nudo hecho de cansancio y anhelo revela lágrimas.- Se llama Caridad.- La voz de la nieta suena rota.- Pero no sé por donde empezar.

.- Ah! Ya, la vieja Caridad.- Lo dice con la indiferencia que soporta el amplio conocimiento de las personas- ¿Quieres ir a ver el Jardín de Caridad?

Y en un instante las palabras se entrecruzan como hilos de seda prendidos en lo más hondo del tiempo, y en el centro del pecho les nace algo parecido al consuelo. Sus miradas se vuelven cómplices del pasado, como herederos no sólo de sus nombres sino también de amistades detenidas en el algún lugar extenso y desconocido. Les nace algo parecido a la estima, advirtiendo afinidades y conversaciones pendientes, conversaciones que han estado mucho tiempo aguardando. Julián repasa su vida sin abandonar una sonrisa y recuerda los vínculos de su padre con el abuelo Vicente, para soldarlos con los de la española, nieta de la extraña mujer, que se hacía cristalina al moverse por los espacios, y a la que acompañó, siendo muy niño, junto con su padre, en alguna ocasión.

La expectativa inquieta y desbordante de Camila se detiene ante una verja pintada de verde que abre paso a una casita tan blanca y serena como lágrimas de indulgencia. En el porche una mujer de tez oscura y cabello encanecido se mece entre telas de hilo blanco, con los ojos cerrados, aspirando esencias que sólo ella puede distinguir. El crujido de la puerta de madera la despierta de su ensueño. Despacio, dirige la mirada hacia la joven que acaba de entrar, como a tientas, palpando la brisa que las separa.

¡Hola! ¿Vienes a ver mi jardín?- Caridad sonríe asomando los pocos
dientes que conserva- Pero pasa, pasa, mujer. Pareces asustada.

Hola Caridad.- Y al decir el nombre suena con la familiaridad de quien lleva toda la vida pronunciándolo. Al momento los ojos de la vieja se agrandan tanto como la sonrisa, ahora extensa, inacabable, satisfecha.

.- Tus ojos, niña, acércate para que los vea mejor. Sí, es ese color verde profundo, como una esmeralda, claro, como Camila.- Y de un salto se incorpora y se acerca a la joven que no deja de observarla como si despertara de una fantasía.

Camila, sí, ese es mi nombre, responde la nieta. Alrededor de las dos mujeres comienza a levantarse una niebla calida y húmeda, envolviendo su encuentro para protegerlo del olvido. Camila saca de su pequeño bolso un racimo de uvas cuidadosamente protegido en una bolsa de papel. Unas uvas de la variedad más dulce, las genuinas de los pagos de Moriles. Entre los labios de Caridad se van desgranando las perlas con primorosa lentitud. Cada suspiro de placer aleja cada año de espera, mientras conversan a media voz, diciéndose secretos.

El jardín cargado de nombres abre paso a una mujer joven, que ha dejado de ser niña para siempre. Sus olores se adhieren con más insistencia que nunca, su esplendor y complejidad retocan un lugar imaginado. Silencioso, quieto y perfecto, un olivo pequeño, sin frutos, se esconde entre los rincones, diciendo llamarse Camila, como la nieta. Se miran y como un relámpago se reconocen. El árbol lleva su nombre.

Entre susurros la mulata de ojos grandes le detalla que quiso contar en sus cartas que el tiempo vive en el presente porque el futuro es para él un fantasma, que se deben ignorar las sombras del egoísmo que se esconden en las conjeturas de quienes nos rodean, que al amor le basta con ser amor, y que una debe quererse, por encima de todo quererse como mujer, aunque sea como mujer abandonada.

En aquel atardecer, en el mismo centro de un país exiliado y lánguido,un fantasma merodea por el oasis de Caridad, un fantasma que volvió para quedarse acurrucado entre las caricias de la región de Pinar del Río, que lo trastorno hasta lo más hondo, seducido sin remedio por su entrañas, buscando algo equivalente a la paz de los enamorados que pasean por el exilio de una Cuba nacida directamente de la eternidad. Vicente, parece susurrar el viento, escondiendo en secreto las razones de amor de su abuelo desconocido y ausente, de su amor por la mujer que regaba las plantas con los nombres ocultos de las almas.

Que no se te olvide guardar el secreto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario