lunes, 8 de octubre de 2012

Relato de Alberto Monterroso: " El sueño de Claudio Marcelo y las levas de Macedonia ".


1 El sueño de Claudio Marcelo
y las levas de Macedonia



     Marco Claudio Marcelo pertenecía a una de las familias más importantes de la república romana. Quizás esa circunstancia le había ayudado a ser un hombre sin codicia ni urgencias, satisfecho y honesto, un hombre que no precisaba trepar por la estrecha escala social que caracterizaba a Roma en el último siglo de la República. Marcelo no tenía necesidad de medrar ni ganar honores. Él ya estaba arriba. Por nacimiento era responsable de una familia que era equiparable en honor e importancia incluso a la estirpe de los Escipiones. Pero el hecho de su nacimiento, como suele ocurrir a todos los seres humanos, marcó su vida en uno u otro sentido. Claudio Marcelo no pudo conocer a su abuelo, la espada de Roma, uno de los héroes más sobresalientes de la guerra contra Aníbal, pero sí conoció desde pequeño el profundo respeto que despertaba el nombre de su abuelo incluso entre sus enemigos. En los días más sagrados su padre sacaba la efigie del héroe en procesión por la ciudad, entre el respeto y la admiración de los ciudadanos de Roma. Todavía circulaban en su época monedas con el rostro de su abuelo, Marco Claudio Marcelo, el conquistador de Siracusa, el que defendió Nola con éxito frente al mismísimo Aníbal, el romano ejemplar que fue cinco veces cónsul. Ser nieto del héroe, de la espada de Roma, era un privilegio honroso y a la vez una pesada carga de responsabilidad. Su abuelo murió en una emboscada que le tendió el pérfido Aníbal, en el desempeño de su quinto consulado, y el cartaginés le honró con los más respetuosos funerales que nunca dedicó a ningún romano. Por eso el joven Marcelo no tenía necesidad de ganar nombre o fama. Su cometido era más difícil, más arduo aún. Consistía en estar a la altura de tan tremenda responsabilidad, de llevar sobre sus hombros con dignidad el tremendo legado de su familia. Y por eso desde el principio fue un joven responsable. A falta del contacto con su abuelo, o de haber dispuesto de padre algo más de tiempo, tuvo que forjarse su vida solo, sin más ejemplo que la leyenda de su abuelo y la honradez de un padre que murió antes deque él cumpliera la treintena. Heredó a la muerte de su progenitor el pontificado, uno de los sacerdocios de Júpiter más honrosos e importantes de Roma, de su padre, que había sido pontífice y dos veces cónsul. El joven Marcelo tuvo también, sin buscarla, una carrera deslumbrante y llena de honores. A pesar de sus detractores gozó siempre en el senado del máximo prestigio. Fue pretor, tribuno de la plebe, senador, Pontífice, consular diplomático y tres veces cónsul. Demostró en su vida una ética ejemplar, un sentido de estado más allá de lo normal en su época, una astucia e inteligencia en todos sus actos, guiados por la prudencia y la sensatez. Gozaba en el senado de un prestigio y una autoridad moral sin igual. No podía ser de otro modo: tenía que ser digno de la tremenda herencia que su abuelo y su padre habían dejado sobre los hombros del último Marcelo.

En los Idus de Marzo del año 169 a.C. habían sido nombrados los nuevos cónsules y pretores en unos momentos en que Roma se debatía entre la preocupación y la angustia. La guerra en Macedonia duraba ya demasiados años y se estaba convirtiendo en un cáncer para Roma. Las pérdidas humanas y de material eran continuas, los soldados romanos encontraban allí la muerte año tras año, como si un dios caprichoso y maligno se divirtiera enterrando romanos en aquellas tierras lejanas y exóticas. Roma estaba al borde de la desesperación. En este año, el 169, correspondía a los nuevos cónsules hacer las levas para formar dos legiones que llevar a la guerra de Macedonia. También fueron nombrados los magistrados menores, entre ellos el pretor Marco Claudio Marcelo, un joven de ilustre linaje que había desempeñado hasta ahora el cargo de pontífice en Roma y que gozaba del aprecio y el respeto tanto de la plebe como del senado. Los cónsules dispusieron lo necesario para hacer las levas pero los resultados no fueron los esperados. Durante aquella memorable sesión del senado expusieron sus quejas:

− Senadores, padres de la patria, padres conscriptos -comenzó el cónsul-, sobre Roma se abate no solo el peligro de la guerra sino aquel otro peligro más hondo aún que suele precipitar al abismo a los pueblos y las naciones más poderosas. El pueblo da muestras evidentes de cobardía, no quiere alistarse para ir a la guerra de Macedonia.

− Así es, noble senado -corroboró el otro cónsul-. Hemos querido iniciar las levas y todo ha sido inútil. El pueblo se acobarda y rehúye sus responsabilidades. Hemos venido al senado a exponer la situación y proponer medidas contundentes que aborten de raíz este amago de traición y cobardía.

El joven Claudio Marcelo asistía por primera vez a una sesión del senado. Se había prometido que permanecería impasible, atento a todo, para aprender en la curia del ejemplo de los hombres más elevados de Roma, para ocupar aquella misma bancada en que se sentaron sus ancestros, en que su abuelo, la espada de Roma o su propio padre hablaron para defender a su patria, para aportar con su ejemplo y espíritu de sacrificio la fuerza necesaria, las soluciones oportunas que requiriera Roma. Y mientras pensaba en la importancia de aquella primera sesión las palabras de los cónsules le penetraron violentamente por los oídos y le encendieron la sangre. Supo entonces por primera vez que, aunque aquella fuera su
primera sesión del senado, había algo en su mente y en su corazón que le familiarizaba con la curia. Algo despertó aquella tarde en la mente del joven Marcelo que le hizo levantarse súbitamente de su asiento y pedir la palabra.

Los cónsules, asombrados por lo que tuviera que decir el joven Marcelo, le concedieron participar en aquel importante debate más por curiosidad que por la importancia que pudiera tener aquel senador, igual en poder e influencia que cualquiera de los allí presentes.

− Venerable senado, padres de la patria -comenzó solemnemente Marcelo-. Seré breve pues no quiero hurtar a la venerable curia ni un minuto más del necesario para aclarar un error de partida que podría hacernos perder más tiempo del necesario y apartarnos del tema fundamental que hoy nos ocupa.

El secretario del senado lo interpeló directamente.

− Muy bien, joven Marcelo. Aclara pues, tu posición.
− Ilustres varones -continuó Marcelo-, el pueblo no es cobarde ni rehúye sus obligaciones. Sabéis que he desempeñado, y sigo haciéndolo, el cargo de Pontífice. Todos los días tengo ocasión de comprobar la fidelidad del pueblo a Roma, a sus dioses, a su destino. Y aprecio en los rostros y las súplicas de los romanos su firme deseo de servir al Estado y de acabar sin miedo con los enemigos que nos acosan. Repito, no hay un atisbo de cobardía en el pueblo. Las causas del fracaso en el alistamiento habrán de buscarse en otro sitio.
− ¿En cuál pues, Marcelo? -preguntó el cónsul irritado.
− Ya que has sido tan osado en tomar la palabra, joven Marcelo - arremetió el otro cónsul-, podrías indicarnos dónde buscar los motivos de esta “aparente cobardía”.

El joven Marcelo no era hombre de evasivas ni ironías. Tampoco era un hombre excesivamente suspicaz. Pero esa segunda intervención le había parecido demasiado audaz. Es cierto que los cónsules de la antigua república romana eran los máximos dirigentes del Estado y ocupaban el puesto más alto en jerarquía. En cambio el pretor, aunque ocupa el segundo escalafón en importancia, está subordinado en todo momento a los cónsules. Efectivamente, Marco Claudio Marcelo era consciente de la enorme distancia que había entre él y los jefes de Estado pero le pareció que aquellas palabras rayaban la ofensa. No le había molestado tanto el tono con que el segundo cónsul se refirió a él como “joven Marcelo”. Lo que realmente confirmó aquel exceso, aquel abuso de autoridad, fue el tono de burla con que el segundo cónsul decía “aparente cobardía”. Miró atentamente el rostro de sus interlocutores para confirmar sus hipótesis y los vio esgrimir una sonrisa afilada que lo retaban con sus ojos y buscaban las risas de las bancadas afines. Marcelo mantuvo la calma y contestó como si no hubiera pasado nada:

− En efecto, varones. Es una cobardía aparente. Pura apariencia. Tergiversación de mentes poco entrenadas o que buscan esconder
sus verdaderas incapacidades, su impotencia, su falta de control: el pueblo no se muestra cobarde. Lo que ocurre es que quizá los cónsules no le inspiran suficiente confianza.

Y Marcelo calló, igual que calló todo el senado y guardaron silencio
incluso los propios cónsules, sorprendidos, estupefactos, sobrepasados por la audacia del primerizo Marcelo. Se dieron cuenta de su error, habían subestimado a aquel joven que se manejaba en la curia como el águila de Júpiter surca los aires, con soltura y destreza, con un dominio que está más allá de la experiencia y del deseo de agradar. El joven había hablado sin miedo al ostracismo, sin temer la reprobación de los poderosos, sin hipotecas ni alardes que pudieran proporcionarle los réditos que casi todos buscaban. A él no le importaba quedar bien en el senado, agradar a los poderosos, buscar los medios que le aseguraran en el futuro influencia, dinero o poder. Habló sin ironías ni circunloquios, con claridad y plena libertad. Por eso sorprendió a todos, en especial a los cónsules, que se miraron asombrados. En unos segundos durante los que el silencio se hizo terriblemente incómodo, las miradas de los cónsules les aclararon una conclusión que entendieron al unísono y de forma recíproca. No podían vengarse de él ni dar rienda a su ira. Si así fuera, le estarían dando la razón y entonces sí que el pueblo les acusaría de abuso de poder. Prefirieron ser más astutos, más ladinos, más sutiles. Al fin vieron la solución y entonces, el segundo cónsul, el que había sido más desconsiderado y prepotente con Marcelo le lanzó un órdago:

− Si crees que puedes hacerlo mejor, joven Marcelo, alista tú las legiones.
− Acepto -contestó lacónicamente Marco Claudio Marcelo.

Y con esa sencilla y sorprendente conversación se dio por finalizada aquella sesión del senado con un hecho sin precedentes. Los cónsules delegaban la responsabilidad de alistar las legiones para la guerra de Macedonia en un pretor, algo hasta ahora inaudito. Con ello pretendían propiciar primero y evidenciar después el fracaso de Marcelo, pensando que no sería capaz de alistar soldados ni siquiera a la fuerza.

El joven Marcelo se puso manos a la obra. Solo quiso admitir voluntarios. Prometió a los antiguos soldados que se alistaran mantener el mismo grado que hubieran tenido en el pasado. En menos de once días alistó más de cuatro legiones.

Hubo que convocar otra sesión del senado mucho antes de lo esperado para repartir y asignar las legiones alistadas por Marcelo. Aquello había sido para el pontífice un éxito sin precedentes. Hasta el momento no había habido nada parecido en la historia romana. Si la autoridad moral de Marcelo ante el senado y el pueblo era ya grande, con el episodio de las levas de Macedonia creció aún más. Ahora, una vez alistadas las legiones, los cónsules querían terminar lo antes posible con el trámite para no tener que reconocer la autoridad de su subalterno. Por eso actuaron desde el principio con prisas:

− Secretario -dijo el primer cónsul-, mi compañero de consulado y yo procederemos directamente al reparto de las legiones...

Marcelo guardaba silencio. Sabía que en la sesión anterior había sido muy atrevido y no estaba dispuesto hoy a contravenir ninguna orden de sus superiores. La situación estaba resuelta. Ahora los cónsules debían hacer su trabajo. Por eso se sorprendió de que el secretario interrumpiera al cónsul.

− Disculpa, cónsul. Las leyes de la cámara dicen que la responsabilidad de repartir las legiones corresponden a quien las alista.

El comentario pilló totalmente por sorpresa al cónsul, que quedó mudo. Su compañero de consulado intervino.

− Secretario. Esta siempre ha sido una decisión que compete a los cónsules. Son los cónsules quienes proceden al reparto de las legiones.
− Efectivamente, cónsul -respondió el secretario- porque son ellos quienes siempre alistan las legiones. Pero este año se ha introducido
un elemento nuevo. Los cónsules han delegado la responsabilidad de hacer las levas en un pretor. En puridad corresponde a ese hombre repartir las legiones.

Un murmullo y cierto alboroto fue creciendo en las filas de los senadores. La mayoría miraron a Marcelo como esperando una intervención. Otros no sabían cómo iba a terminar aquella disquisición legal, porque veían que los cónsules no estaban dispuestos a renunciar a sus privilegios. Hacerlo supondría rebajarse una vez más ante el joven Marcelo y evidenciar de nuevo su torpeza. Ahora se arrepentían de no haber tomado otra medida, de no haber buscado otra salida al difícil problema de las levas, un hecho que se había vuelto contra ellos y amenazaba con menoscabar su dignidad y prestigio.

Marcelo no se movió de su asiento. Ni quiso pleitear por un derecho que creía no merecer. Él, en la sesión anterior, no había replicado a los cónsules buscando el lucimiento o la gloria. Marcelo no era un hombre al que le gustara alimentar su soberbia o su vanidad, vicios que, si no permanecían ocultos y bajo mando, podían perfectamente no tener sitio en el corazón valeroso de aquel joven. A pesar de las miradas, Marcelo se mantuvo sentado, con la vista al frente, sin intervenir en aquella discusión que iba subiendo de tono y que parecía que no iba a tener fin. Entonces, el viejo Catón, el hombre más anciano y con más prestigio de la curia pidió la palabra. Y los senadores guardaron silencio, a sabiendas de que iba a hablar el varón con más experiencia del senado, el censor de Roma.

− Senadores, padres de la patria, padres conscriptos -comenzó-. No vamos ahora a perdernos en debates estériles ni en riñas bajas que no corresponden al lugar que ocupamos ni al sagrado deber que nos mantiene aquí reunidos. Hemos de tomar una decisión y dejarnos de
tumultos.
− ¿Qué propone el censor de Roma? -dijo el cónsul pensando que
Catón estaría de su lado.

El senado, como si fuera un solo hombre, calló al instante y clavó los ojos de todos sus miembros en la figura delgada y envejecida del venerable anciano. El censor respiró honda y fatigosamente, consciente de la tremenda responsabilidad que recaía sobre sus hombros. Catón era un hombre que conocía la ley a la perfección. Su experiencia abarcaba todos los ámbitos, incluso el militar. Había luchado contra Aníbal, compitió con Escipión y ahora con más de ochenta años de edad tenía que orientar al senado una vez más, tenía que buscar una salida digna y respetuosa con la legalidad. Quiso ser sincero y descubrir todas sus cartas.

− Senadores. Voy a ser sincero y descubrir todos mis pensamientos. Voy a ser incluso algo temerario al hablar, como lo fue el joven Marcelo en la anterior sesión del senado. Pero haré como él. He decidido pecar antes de osado que de precavido. Antes quiero ser audaz que ocultar un ápice mis pensamientos. Porque lo que hoy nos ocupa es la salvación de Roma y la salvaguarda de la legalidad a partes iguales. Y voy a hablar con toda sinceridad porque he visto callar a Marcelo. El joven senador no ha querido echar más leña al fuego. Demuestra con ello que sus intenciones en la pasada sesión fueron puras. No le movió ofender a sus superiores sino jugarse su prestigio para defender a Roma y a su pueblo. Y ese gesto de generosidad, senadores, es el que me ha animado a hablar.

Catón se detuvo por un instante y miró directamente a los ojos de Marcelo. El joven clavó su mirada en el anciano y sabio censor y, como si una comunicación directa y sin palabras se hubiera establecido entre ambos hombres, el joven entendió perfectamente las intenciones de Catón. Apreció la inteligencia y astucia del viejo Censor, su capacidad para buscar la solución más adecuada, la más hábil, la que iba a repercutir en el beneficio de todos y especialmente en el de Roma. Sonrió y el anciano se dio cuenta de que el joven Marcelo había entendido perfectamente su plan y supo que a pesar de su juventud aquel talentoso senador no iba a defraudarlo. Amparado en la inteligencia de aquella joven sonrisa, Catón continuó:

− De forma que nos encontramos ante un dilema difícil de solucionar. Por un lado la ley, que todos conocemos a la perfección, indica no que las legiones las repartirán los cónsules sino quien las alistó.

Y en este momento los ojos de ambos cónsules brillaron con un reflejo de derrota. Creyeron que habían perdido una vez más, que pasarían a la historia de Roma como los cónsules más torpes e inútiles, denigrados por un pretor y humillados por segunda vez en el senado. Antes de que su mueca de derrota fuera agriándose en una necesidad ciega de venganza, el censor continuó:

− Pero, por otro lado -continuó Catón- la costumbre de nuestros antepasados siempre ha sido que elijan los cónsules. Se nos presenta aquí un problema que tendremos que resolver.

Marcelo se dispuso ahora a intervenir pero, antes de que pudiera pedir la palabra, Escipión Nasica se había levantado para aprovechar la confusión y atacar ahora, en una situación de debilidad, a su enemigo Catón.

− Todos estamos deseosos de escuchar a Marcelo -comenzó Escipión- pero antes me gustaría que Catón fuera más explícito. Ha dicho que respeta la ley pero que hay que tener en cuenta la costumbre. Una costumbre que ha sido así a fuerza de respetar la ley. Siempre han elegido los cónsules porque por ley así le correspondía. Y todos conocemos la letra de la ley. La conocemos de memoria desde niños, desde mucho antes de entrar a formar parte de este ilustre senado. Mi pregunta es esta. Catón, responde claramente: ¿Quien debe elegir? ¿Estás de acuerdo en que en esta sesión elijan los cónsules?

Catón, que se había dado cuenta de su error, no pudo responder de otro modo:

− Sabes, Escipión, cuál es, ha sido y será siempre mi posición. Siempre con arreglo a la ley, al espíritu y a la letra. Si no hay acuerdo habrá de elegir “quien las alistó”, es decir, Marcelo.

Y con estas palabras Escipión se sentó satisfecho, sabiendo que obligaba a Catón a responder claramente y que volvería el tumulto y la discusión. Pero ambos contendientes se habían olvidado de Marcelo, que pidió ahora de nuevo la palabra. El secretario se la dio y cuando el joven avanzó hasta el centro de la curia para hacerse oír mejor, todos los senadores callaron a la espera de las palabras de Marco Claudio Marcelo.

− Senadores, padres de la patria -comenzó-, tengo que empezar dando las gracias a este ilustre senado por acogerme como un igual entre los muros de la curia y por permitirme aprender y entender cómo todos nuestros esfuerzos confluyen siempre en la misma causa, que es Roma, el respeto a la ley y a las costumbres de nuestros antepasados. Por Roma levanté mi voz en este senado y por el respeto a la ley, a nuestros cónsules y a las costumbres de nuestros mayores la levanto de nuevo ahora para decir que no hay contradicción alguna entre las posturas que he escuchado hoy en la curia, pues estas distintas opiniones son como pequeños afluentes que confluyen todos en el mismo río, que es Roma.

Los senadores quedaron perplejos no tanto por aquella metáfora acuática, que les pareció un exceso de la oratoria juvenil del nuevo senador, como por la idea de que todas las opiniones confluyeran en una misma conclusión. Esperaron, ahora incluso más atentos, a la explicación de Marcelo.

− Sea cual fuere la opinión que pudiéramos adoptar el resultado sería el mismo -continuó Marcelo-. Por lo tanto considero que no debemos debatir más sino proceder directamente al reparto de las legiones. Y lo explicaré con más claridad -puntualizó al ver la cara de sorpresa de los propios cónsules y de gran parte del senado-. Siempre han elegido los cónsules, la costumbre es que sea así y, si la ley dictamina que las reparta quien las alistó y yo fui quien las alistó por delegación de los cónsules, a ellos devuelvo el derecho que les asiste y que yo asumí por encargo suyo. Si mi decisión cuenta en algo, aclaro aquí solemnemente ante el senado que devuelvo la competencia que me pudiera corresponder a mis superiores, a los cónsules. Ellos serán quienes en todo caso repartan las legiones, sea por prerrogativa de la ley, cuyos derechos que pudiera yo tener cedo gustoso, sea por la costumbre de nuestros antepasados, sea por su voluntad de cónsules. En consecuencia considero innecesario el debate sobre a quien corresponde tal derecho. He dicho.

Y con la generosidad de Marcelo el agrio debate que se estaba levantando en los gruesos muros de la curia se hizo del todo innecesario, perdió inmediatamente todo interés. Catón miró complacido los ojos del joven Marcelo. Escipión Nasica apreció la inteligencia y el buen hacer del nuevo senador y el grueso de la curia rompió en un cerrado aplauso que fue el colofón que merecía aquella tarde el joven Marcelo. Agradecido y complacido volvió a su escaño y en el camino pudo apreciar cómo los cónsules también aplaudían satisfechos por el resultado de aquel debate. Aquel día el joven senador supo mantener una actitud moderada y respetuosa, devolviendo con generosidad y sin rencor la autoridad a sus superiores. Esta actitud aumentó el prestigio que ya tenía Marcelo en el Senado y fue determinante para que ese mismo año fuera elegido como pretor único de las dos Hispanias, con el encargo expreso de fundar en la antigua Turdetania una ciudad excelente que actuara como capital de la Ulterior y fuera foco de romanización de toda la península. Ese mismo año Marcelo habría de viajar al sur de Hispania con una delegación de ciudadanos romanos escogidos, para fundar junto al poblado ibérico que domina el valle del río Betis la ciudad romana de Córdoba.



Relato de  © Alberto M. Monterroso.

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